LA NOVIA DEL VIENTO


A la deriva en aquella barca. Lo recuerdo. Recuerdo las aguas y aquella sensación de  saberme pequeño que tanto me inquietaba. A veces me abrazaba a su cuerpo, a sus líneas delgadas, a sus curvas trasparentes y creía ingenuamente poder confundirme con el salitre. 

Había perdido la noción de los días y tenía plena conciencia, si es que eso es posible, de andar errante en el océano como el judío de  la famosa novela de Noah Gordon con la diferencia de que él vagaba en tierra firme, una tierra que empezaba a olvidar en mis sueños. Estaba sediento, fatigado, perdido entre el oleaje y había desistido hacía ya unas horas de cualquier intento vano de navegar usando brazos por remos y la intuición por timonel. Así que me abrazaba a aquel cuerpo inexistente...

El sol se deslizaba un día tras otro, una noche tras otra, sumergiéndome en la profunda oscuridad de la desidia... Mi semblante mostraba una barba incipiente en un gesto cansino que solo a veces podía contemplar en el reflejo de un mar en calma. Otras veces me sentía como un papel cizallado por la fortuna adversa, como un personaje atrapado en la Eneida  de Virgilio a la deriva en aquella barca.... 

Sin embargo, podía encontrar siempre la ternura y la tenue luz que le faltaba a mis pupilas en medio de aquella inmensidad de tonos añiles, trazada brochazo a brochazo, capa a capa, tras  dejar la mirada pérdida en el candor de aquel abrazo expresionista, sintiéndome así un poco menos náufrago en la soledad de los años.  

Por eso, cuando contemplo el océano, me acuerdo de KoKoschka y de "La novia del viento" con la esperanza de que las aguas de todos y cada uno de los mares de la tierra estén siempre tan poblados de vida que solo puedan inspirar en nosotros una profunda belleza. 

                                              Eva M. Miranda ( publicado en Aranda Siglo XXI, enero de 2003)


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