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Mostrando entradas de noviembre, 2018

La emoción de lo desconocido

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Hoy he creído que era tarde. Tarde para cambiar. Tarde para dejar la mirada perdida en la inmensidad del cielo. Pero tarde es solo una palabra que se desvanece entre nuestros labios, lentamente, demasiado pronto al anochecer. Y me he preguntado por qué debería dejarme llevar por la derrota de una juventud que se adentra en las lagunas la memoria cuando existe a mi alrededor tanta, tantísima belleza. He recordado mi ya casi olvidada adolescencia y he pensado en aquellos meses de agosto en los que creía que el verano no terminaría nunca. Nos recreábamos en cada rayo de luz, en cada ráfaga de brisa entre los árboles. Sí, éramos inmortales y los días parecían no agotarse nunca. El mundo ante nuestros ojos:   a veces demasiado grande, a veces demasiado pequeño ¿Cómo encontrar el camino? ¿Cómo recorrer todas las distancias en la oscuridad de la noche?  Una pequeña ciudad como Aranda albergaba todo lo que necesitábamos. Todo lo que soñábamos. Más allá el abismo de otras ciuda

Fuego pagano

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Esta noche no encuentro palabras. Me gustaría `poder creer. Sí, creer en alguna de ellas. Especialmente, a veces,  cuando las escuchó en torno al fuego pagano de San Juan y tengo la sensación de que podrían cobrar realidad. De que podrían cumplirse las utopías y los sueños. Y es que me gustaría creer. Creer que el fuego estival nos purificará del día a día, de todos esos ires y venires cotidianos. Como si pudiésemos olvidar quienes somos, meter nuestro futuro en una maleta y acabar con los pies desnudos sobre la costa, sin pensar absolutamente en nada: ni de dónde venimos, ni a dónde vamos. Es como si al contemplar el sol ardiente pudiésemos alcanzar todas las respuestas a esas preguntas que nunca nos hubiésemos planteado. Porque somos más fuertes, más rápidos y nada ni nadie podrá nunca menoscabar nuestros sentimientos. Porque hace mucho que nada puede herirnos. Sin embargo, para otros, el calor estival será una especie de retorno. Una vuelta a la tierra, a unos orígenes

1978

Decir diciembre es decir Navidad, vacaciones, puente, turrón, fiestas, Noche vieja, Belén, Inmaculada Concepción, año nuevo… Pero es decir también derechos, libertades, igualdad, dignidad, respeto, tolerancia, justicia, vida, verdad… En definitiva, es decir Constitución.  A veces me parece sorprendente la idea de pensar que en diciembre se concentran un montón de mensajes, de ideales de paz, de amor, de fraternidad… Bellas palabras que seguramente todos alguna vez hemos llenado de significado real, en nuestros gestos, en nuestras acciones y quehaceres. ¿Quién no ha cedido alguna vez su asiento a alguien que se encontraba mal en el autobús? ¿Quién no se ha preocupado por hacer la vida un poco más agradable a la persona que tiene justamente al lado? ¿Quién no sido educado y amable sin preguntarse por qué? Sin embargo, no es menos cierto también que a veces nos permitamos el lujo de levantarnos cada mañana y abrir lentamente los ojos. Nos lavamos la cara y al mirarnos al espejo nues

La verja

Nunca me he sentido tan unida a mi madre como ahora. Parece tranquila sentada en su sillón favorito haciendo uno de esos jerséis de punto que tanto le gustan. Sé que este quedará a dos colores porque decidió, finalmente, añadir un tono magenta. Al menos, eso es lo que le decía a la vecina esta mañana, cuando ha salido para descolgar la ropa del tendedero.  Siempre lo hace con cuidado. Creo que más bien por el miedo a que caiga algo al patio y se le manche de nuevo que por vértigo. Supongo que vivir en el bajo tiene ciertas ventajas, incluida la facilidad para que los ladrones entren por la ventana... En cualquier caso, parece que mis padres no tardarán mucho en decidirse a poner en marcha un práctico y cómodo sistema de seguridad, uno mucho más sofisticado que las alarmas: la verja. Esta tarde estamos las dos solas en casa. Dentro de poco anochecerá y habrá que ir preparando la cena. Mamá siempre ha sentido un gran interés por la cocina. Desde niña ya revolvía la despensa intenta

Rh+

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Su torso revestido de oscuros tatuajes parecía haber salido de la nada. Pero, estaba allí, sí, en medio de aquel campo dorado como su cabello. Te miraba fijamente de un modo que no serías capaz de definir. Tal vez por eso te decidiste a avanzar. Tal vez, aunque eso era algo que te desconcertaba. Daba vueltas con los brazos extendidos en cruz. La franja de grecas grabadas por encima de sus codos le confería el aspecto de un guerrero tribal en plena danza.             Recogiste algunas espigas que llevaste con sumo cuidado, como si de un ramo de flores silvestres se tratara. La medalla de la Virgen de las Viñas se balanceaba sobre tu jersey morado de lana pura. La cebada llegaba por encima de la rodilla de tu pantalón verde de los fines de semana, pese a que ya comenzaba a inclinarse sobre la tierra.             Intercambiabais unas cuantas frases que ahora no recuerdas y que, por qué no decirlo, nunca recordarás. Cruzó sus brazos sobre el pecho. Tenía las uñas pintadas de negr

Silencio

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             Me gustaría pensar que el tiempo no ha pasado, que la muerte no esta presente en nuestras vidas, que el silencio no ha recorrido de nuevo los cementerios este año…pero lo cierto es que noviembre ha llegado de nuevo y con él, el día de difuntos.             Digo el día de difuntos, porque supongo que pertenezco a ese grupo de personas que se niega a ir por ahí calabaza en mano olvidando que el silencio del camposanto dista mucho de los carnavales de febrero en su bullicio y algarabía. Tal vez, por eso, me he preguntado durante los últimos noviembres que es lo que tiene de malo enmudecer de vez en cuando o simplemente dedicarse unos momentos a reflexionar, a tomarse la vida o la muerte con un poco de calma, sin ajetreos sin necesidad de escuchar siempre el rugir de los motores, o el sonido de fondo de la televisión en el cuarto de estar. ¿Tanto temor albergan nuestros corazones, incapaces de pararse a escuchar sus propios latidos? ¿Tanto que necesitan llenarlo con un

Abajo en las cucañas

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A veces tengo una extraña sensación cuando se asoman estas fechas. No sé. Es algo así como la impresión de que no es imposible viajar al pasado. Entonces se suceden en mi mente una rauda colección de imágenes de aquellos años infantiles en los que septiembre estaba ahí, al borde del calendario con su toro de fuego desbordando a las gentes de las aceras. Solía subir las escaleras de las galerías de la Calle Isilla dejándome llevar por esa emoción que las llamas suelen asociar a los rituales ancestrales. Podía escuchar el latir de mi corazón fuerte, joven… Y sí, aferraba con fuerza mi manita a la de mi madre. Y, sí, creía que solo ese gesto podría protegerme de todos los peligros, de todos los misterios de la vida, aún por descubrir. Años más tarde corría calle abajo. No debía llegar tarde a la esquina de la plaza. El momento justo, el lugar elegido: el cañonazo. Fue supongo la adolescencia una etapa en la que convertirse en un mundo por descubrir, en un lugar inexplorado. Tal vez,