La verja


Nunca me he sentido tan unida a mi madre como ahora. Parece tranquila sentada en su sillón favorito haciendo uno de esos jerséis de punto que tanto le gustan. Sé que este quedará a dos colores porque decidió, finalmente, añadir un tono magenta. Al menos, eso es lo que le decía a la vecina esta mañana, cuando ha salido para descolgar la ropa del tendedero. 
Siempre lo hace con cuidado. Creo que más bien por el miedo a que caiga algo al patio y se le manche de nuevo que por vértigo. Supongo que vivir en el bajo tiene ciertas ventajas, incluida la facilidad para que los ladrones entren por la ventana... En cualquier caso, parece que mis padres no tardarán mucho en decidirse a poner en marcha un práctico y cómodo sistema de seguridad, uno mucho más sofisticado que las alarmas: la verja.
Esta tarde estamos las dos solas en casa. Dentro de poco anochecerá y habrá que ir preparando la cena. Mamá siempre ha sentido un gran interés por la cocina. Desde niña ya revolvía la despensa intentando inventar nuevas recetas: leche de oveja batida con morcillas de matanza, sopa de acelgas con pastel de manzana... Supongo que la imaginación de una cría con frecuencia es el mejor ingrediente para aderezar los comportamientos adultos que intenta simular. Sea como sea, para mí es muy fácil comprender ahora muchas de las cosas que sienten o recuerdan mis padres. 
Por ejemplo, la tarde en la que se conocieron. Fue algo casual, al menos, eso es lo que creeré dentro de algunos años, ya que por el momento mi imagen del mundo sería inexplicable para alguien en una situación muy diferente a la mía. Sin embargo, ser ciega no tiene que ver con la capacidad para explicar la realidad más allá de lo visible. 
No es que crea en el destino, pero puedo palpar los orígenes de la vida y algunas de las leyes naturales que se olvidan con el tiempo. Al fin y al cabo, que tu perro haya estado a punto de ser atropellado por un tipo melenudo y educado es un modo, como cualquier otro, de que surja lo que algunos han resuelto acudiendo a la bioquímica, mientras que otros, como mi madre en este caso, lo llaman, no tan científicamente, flechazo.
Y pensar que hace unos ocho meses ni siquiera hubiera sido capaz de plantearme ninguna de estas cosas... No sé, debe ser que se acerca el momento...
¡Dios mío, qué bien huele la cocina! Tengo la sensación de que está lista la cena. Me encanta este instante. Debo confesar que es para mí como un ritual bastante mágico. Me apetece de postre un batido de cerezas. Es un pequeño capricho. Creo que tomaremos otro. 
Tengo la impresión de que no tardaremos demasiado en acostarnos porque la última novela que me está leyendo mamá es bastante aburrida. Debe haber abierto la boca unas siete u ocho veces. Espero que no se quede dormida en el sofá porque cuesta cielos y tierra despertarla. 
Su cama matrimonial fue regalo de mi abuela paterna, de quien he oído hablar a menudo, porque vive en México, y no nos vemos tanto como nos gustaría. Tiene poco más de doscientos años... Quiero decir que la cama tiene poco más de doscientos años. No sé, pero siempre he pensado que la vieja cama de nogal oculta un secreto misterioso relacionado con la capacidad de las mujeres de la familia para entrar en los sueños ajenos.
Bajamos por la escalera con cuidado. Alguien nos persigue. Es un lugar húmedo y templado. Debemos permanecer inmóviles. Casi, casi conteniendo la respiración. Cuando nos damos cuenta de que hay algo, algo frío y duro que nos separa. Intento sacar los brazos a través de los barrotes, pero no puedo salir. Mi madre desesperada intenta abrirme camino entre el hierro. Se mancha de óxido las manos... Me he quedado atrapada entre los barrotes. Tengo una desagradable sensación de ahogo como si una cinta adhesiva me oprimiese en el cuello... “Hija mía, hija míííaa”... 
Hemos oído un sonido lejano, como si alguien llamase a una puerta en el piso de enfrente. Saltando de la cama, recorremos, con el corazón en un puño, el pasillo. No hay nadie en la puerta de entrada. No hay nada más angustioso que soñar con la verja.
Mamá me dice que no me preocupe que todo saldrá bien. Me acaricia despacio intentando tranquilizarme. Sí, las dos hemos oído lo mismo. Algo se ha hecho añicos en el salón. ¡Dios Santo! Siempre se nos olvida bajar la persiana. Papá tiene llave. Son las tres de la madrugada. No viene de trabajar hasta las seis. No hay duda hay un extraño en la casa.
Vamos a la cocina. Cogeremos un cuchillo. Se va a enterar ese, ese hijo de... Estoy temblando. Oímos pasos que se acercan sigilosamente. Escondidas detrás de la puerta, esperamos a que el hombre entre. Se acerca al grifo. El muy descarado viene a robar o a saber que cosas y tiene la serenidad suficiente para servirse un vaso de agua. Creo que estamos al borde del desmayo. Cuando el desconocido se vuelve, estamos tiradas en el suelo.
Mamá está inconsciente...Y yo no paro de patear. Quiero salir... Escucho la voz de mi padre. Es como si todo me diese vueltas. Le oigo hablar con los médicos. Comenta algo de que se le olvidaron las llaves y que salió antes del trabajo... Y no para de decir que siente haberse colado por la ventana del salón... Que no quería asustarla ...
Supongo que por fin mamá dará a luz. Y podrá tenerme en sus brazos. Dicen que cuando alguien muere sus recuerdos pasan por su mente a la velocidad del rayo. Y yo sé que cuando uno nace olvida de dónde viene y, simplemente, atraviesa una verja hacia otra vida.

Comentarios

  1. Quizás el título de este relato es lo que más me ha sorprendido porque el punto de vista del narrador me ha parecido extraordinario.

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    1. Gracias, Literatura andante. Es un texto que tenía guardado en el cajón desde el año 2001.

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