Orbis terrarum
Me gustaría saber si en esta
tarde de invierno llegaré a buen puerto, si cruzaré todos los caminos
ennegrecidos por el uso de los años... –dijo el emisario en el siglo XVI
mientras sostenía un mapa.
... Si en esta tarde de
invierno revestirán mis manos el color encarnado de las azoteas, si seré capaz
de rotular todos los espacios. -continuó un delineante mirando aquel pergamino
varios siglos más adelante.
...De invierno se vestirán,
hija mía, los árboles desnudos, pero hay cosas que no cambian nunca. –dijo una
mujer entrando en la sala al acercarse a la primera vitrina de la exposición
conmemorativa del primer plano conocido en el viejo continente.
Y aquella mujer llevaba razón. Hay cosas que no cambian nunca. Lo sé porque
a veces en mis sueños puedo escuchar de nuevo su voz unida a la de otras
personas. Supongo que es una extraña sensación que me persigue desde la
infancia: la de querer creer que existen señales antiguas, ocultas, que nos
conducen hacia una especie de significado profundo de la vida en los detalles
más insignificantes.
Por eso suelo quedarme sin
palabras recorriendo con los ojos los planos y las fechas en los archivos de la
historia. Imaginando espacios y personas que nunca han existido. Enamorándome
de la nitidez con que se evaporan los nombres escondidos en las bibliotecas.
Sintiendo la derrota de la última batalla en los topónimos que cubren una
estrecha línea de papel ennegrecido por el uso de los años.
Sintiendo que los atlas
albergan un mundo invisible, un orbis terrarum, en el que cada uno de
nosotros cohabita con su propia inexistencia.
[Eva M. Miranda Herrero, publicado en Aranda siglo XXI, enero 2005],

Me llama la atención el título tan bien elegido para este texto. La imagen seleccionada del primer plano de Aranda muy acertada también porque nos invita a soñar con ese mundo invisible de planos y mapas que contrasta con el mundo real.
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