HISTORIA DE LA TABLILLA OLVIDADA DE TULTICIA

Había oído hablar de un hombre con siete pies y diez cabezas que vivía en un país muy lejano en las tierras del sur, y  de una extraña mujer que bailaba sobre las copas de los álamos cantores mientras la lluvia de agosto caía lentamente.

Una tarde de noviembre vinieron a visitarme ambos. Se presentaron en mi casa, a orillas del Lago Negro, sin tiempo casi de que pudiera prepararles la cena, y me contaron esta historia. No es una historia elegante ni novedosa, pero al parecer la encontraron el día mil doscientos tres del año catorce del mes de febrero en una tablilla olvidada en Tulticia, lo que la confiere gran valor documental. Desde entonces, andaban errantes buscándome por el mundo. Digo esto porque traían los ojos cubiertos de arena y ceniza y el pelo lleno de escarcha, no por otra cosa.

Sea como fuere, el caso es que un día el viento del Norte les condujo hasta mi casa. Llamaron a la puerta. Entraron. Se sentaron, sin pedir permiso, en mi diván favorito, que estaba lleno de pelusa porque hacía tiempo que no pasaba una escoba voladora por la casa, y hablando muy bajito, porque estaban un poco afónicos, me contaron la siguiente historia de la tablilla de Tulticia, que ahora os relataré.

Corría el año tres de nuestra era cuando gentes venidas de otras regiones invadieron Tulticia. Venían con la esperanza de encontrar una nueva vida, pero dejaron a su paso odio y destrucción. Un día llegaron a una pequeña aldea cercana a la capital, sin embargo, las calles estaban vacías y un silencio absoluto reinaba en todos los rincones. Eran tiempos de guerra y la población autóctona parecía haber huido a las montañas. Entraron en las casas con la intención de saquearlas, pero no había allí botín alguno que mereciera la pena, exceptuando esta vieja tablilla. Por entonces, en ella solo estaba escrita esta advertencia: “Alejaos de esta ciudad antes de que sea demasiado tarde o caerá sobre vosotros la maldición de lo más oculto”.

Uno de los hombres, tal vez el único que sabía leer de todos ellos, empezó a reír en ese momento porque no entendía como alguien podía haber llamado “ciudad” a aquel lugar desierto  e inhóspito, perdido en medio de la nada y sin una muestra aparente de vida. Entonces, el suelo empezó a temblar y la tierra se partió en dos bajo sus pies y se lo trago. Sus compañeros totalmente indignados decidieron vengar su muerte prendiendo fuego a la pequeña aldea, pero entonces un viento huracanado volvió las llamas contra ellos y tuvieron que huir despavoridos. Uno de ellos, tal vez el único que conocía el alfabeto, decidió recoger esta historia y dejarla escrita en un pergamino junto a aquella misteriosa tablilla como aviso a los viajeros.

Nueve años más tarde un caballero llamado Serafín, que era uno de esos hombres altos, delgados, de ojos grises... Uno de esos caballeros que andan por el mundo rescatando princesas, y su esposa Sara, una joven de expresión risueña, cabellos dorados y mejillas rosadas,  de esas doncellas que andan rescatando caballeros, decidieron irse a vivir por aquellas tierras, ya que el joven Serafín había recibido un heredad en la región de Tulticia. Como no conocían bien el camino acabaron perdiéndose y llegaron a la pequeña aldea próxima a la capital. Encontraron esta tablilla y después de pensarlo mucho decidieron no hacer caso de las advertencias y pasar la noche allí. A la mañana siguiente Serafín se despertó temprano y cual fue su sorpresa al ver una extraña mujer que le gritaba asustada desde la copa de un árbol llamándole por su nombre. Al intentar contestarla su voz sonaba como la de diez hombres. Estaba lloviendo y la mujer no pudo dejar de bailar entre las ramas hasta que escampo.

Desde entonces el hombre de diez cabezas y la extraña mujer me estuvieron buscando por el mundo para pedirme consejo. Así que les acompañe hasta aquel lugar, lo cual hicimos muy rápidamente, porque me había mudado al pueblo de al lado, que es lo que son, al fin y al cabo, las grandes ciudades una vez que conoces todos sus entresijos. Reconozco que si lo hice fue solo por curiosidad. Una vez allí, examiné cuidadosamente la tablilla para confirmar todas mis sospechas: aquella, sin lugar a dudas era mi letra. Me había olvidado de aquel conjuro que provocaba en todo el que lo leía que sus temores más íntimos se hicieran realidad, por muy absurdos que parecieran... Sí,  de aquel conjuro que dejó a un pueblo totalmente abandonado, asustó a los más temerarios guerreros y transformó a las más bellas criaturas en las más extrañas y monstruosas. Así que al leerlo se cumplió el peor de todos mis miedos: el de arrepentirme de ser una bruja.

Y así terminé, convertida en hada, deshaciendo entuertos  y devolviendo al joven Serafín y a su joven esposa Sara a su primigenia forma. Solo me queda decir que fueron muy felices, comieron perdices y se dieron con el plato en las narices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

(Eva M. Miranda  Herrero , 2003)


 






 

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