TERRA SIGILLATA



Primer premio en el Certamen Literario “Villa de Peñararanda de Duero” 2001.

Heracles se dispuso a limpiar todo aquello en un solo día, habiendo convenido con Augias en que, si lograba realizar aquel trabajo, recibiría a cambio la décima parte de lo ganado. Ayudado por su sobrino Yolao, Heracles derribó dos de las cuatro paredes de cada establo y desviando el curso del río Alfeo y Peneo, consiguío que las aguas se llevarán el estiércol [AAVV: Diccionario de Mitología Clásica]

Mi pulso se aceleraba por momentos. Sentía una intensa sensación de cansancio como si todo mi cuerpo se hubiese convertido en un enorme entramado de piedra caliza incapaz de obedecerme. Era totalmente desalentador, porque no me quedaba mucho tiempo. Oí un grito espeluznante. La madera crujía. Podía escuchar sus pasos acercándose. Quise escapar, pero un escalofrío me paralizó al pie de la escalinata. Era ya muy tarde…
Alguien estaba allí. Noté una aguja atravesando mi vieja sandalia. Estiré la mano con sumo cuidado. Lo había atrapado. Era un monstruo diabólico. Su cuerpo parecía un saco revestido de plumas. Abrí los ojos confuso y desconcertado aquel ser apocalíptico era para mi sorpresa una gallina. El pobre animal parecía tan aturdido y asustado como yo, tenía un fragmento de mi suela de esparto en el pico y no dudó ni un segundo en huir despavorido en cuanto lo solté.
Creo que había bebido demasiado en la vieja taberna del pueblo. La última imagen que asomaba por mi mente era la portada del Palacio de Avellaneda. La resaca estaba haciendo estragos en mi cabeza. No sabía muy bien dónde me encontraba y había perdido mi pequeño equipaje. El trabajo de afilador no era lo que se dice ideal para un hombre maduro con una familia a su cargo. Pero yo era un muchacho. Tenía por entonces un espíritu inquieto y aventurero y, sobre todo, unas tremendas ganas de viajar y divertirme. Además, estaba solo.
Eran tiempos difíciles. Corría el año 1885. Recuerdo que fue ese año, porque a la muerte de Alfonso XII no fui el único en albergar ciertas dudas sobre la estabilidad del país. Se habían sucedido tantos reyes, generales golpistas y políticos, y pretendientes a la corona y a la república a lo largo del siglo que la posibilidad de una guerra civil no era ninguna tontería. En cualquier caso, si nunca me ha interesado demasiado la política, en aquella época todavía menos. Lo que sí sabía era que me dolía todo el cuerpo y que me había gastado mis últimas monedas en una botella de tinto peleón.
Estaba tumbado en el suelo pensando en lo poco que me apetecía deambular por las calles entonando la mejor de mis canciones con mi pequeño instrumento a la búsqueda de algún cliente, cuando me di cuenta de que el techo se asemejaba a la cubierta de un barco. De las esquinas colgaban, además de telas de arañas y polvo, estalactitas talladas en madera de pino. No estaba en un lugar cualquiera. Me incorporé. La sala en la que me encontraba era los suficientemente amplia como para acoger a todos los habitantes de la zona. De repente escuché un ruido proveniente de la soberbia y ennegrecida chimenea bordada en yesería plateresca. Me acerqué muy despacio. Allí, estaba de nuevo mi amiga la gallina clueca que había fabricado un confortable nido. Me aproximé a la ventana. La plaza estaba vacía así que debía ser temprano. Su trazado irregular sobre el que se elevaba la Colegiata me ayudó a comprender mi situación. Pero, ¿cómo diablos había llegado yo hasta lo que quedaba de lo que parecía haber sido una de las estancias más lujosas del Palacio de Avellaneda?
Salí al corredor. Me asomé. Aquello se asemejaba a un trastero agrícola. Los aperos de labranza eran los nuevos dueños y señores. No me fue muy difícil comprender que había entrado al Palacio en uno de esos carros que reinaban en el patio. Supongo que siempre he sido un poco curioso, por eso recorrí cada una de las quince estancias. Sacos y sacos se apilaban de mala manera por cualquier parte. También había gavillas, palomas y, como no, gallinas. Era un granero con delicadas pechinas, almocárabes, adornos mudéjares, platerescos y frisos que reiteraban el blasón de los Avellaneda: dos lobos andantes cebados. Bajé por la monumental escalera, ahora no tan monumental: había cambiado su antiguo esplendor por gradas carcomidas y mugrientas. El olvido había dejado su impronta.

Con un poco de suerte la puerta estaría entreabierta. La gente solía ser en los pueblos bastante hospitalaria y nada desconfiada, aunque yo mismo había podido comprobar en el transcurso de mi viaje que a veces algo de precaución no está de más. No voy a relatar ahora todas y cada una de mis andanzas, pero sí diré que mi fiel y testarudo borrico Moisés fue secuestrado por una caterva de bandoleros de la zona. No era la primera vez que comprobaba que los caminos no son seguros. Afortunadamente, todavía tenía mi pequeño petate. Había quedado oculto bajo un montoncillo de paja en el carro, peor lo saqué con la misma facilidad con la que accedí afuera.
Conseguí algo de dinero y algunos alimentos afilando cuchillos y herramientas. Me sentía bastante mal. Le pregunté a una joven por la botica del pueblo. Compraría un poco de manzanilla para el estómago y malvas para el dolor de cabeza. Iba bastante distraído, aunque no lo suficiente para darme cuenta. Hacía meses que no veía una muchacha tan bonita. Su larga cabellera rubia, su figura bien proporcionada… Tenía unos preciosos ojos claros y una bonita sonrisa. Tal vez, no era la chica más guapa que había vista, sin embargo, no fui el único en percibir que había algo especial, algo diferente en ella.
Cleofé, que así se llamaba, vivía cerca de la herrería. Bajo su tímida mirada se ocultaba una fuerte personalidad que le había permitido sacar adelante un pequeño taller de alfarería que heredara tras la muerte de sus padres hacía dos años. Iba cargada con algunos cuencos y tarros por lo que le ofrecí mi ayuda. Casualmente se los llevaba a D. Ximeno, el boticario.
Mi primera impresión al entrar fue un extraño aroma suave y sutil mezclado con un olor a casa vieja complicado de definir. En las estanterías se apilaba una magnifica colección de botes de farmacia de procedencia talaverana sobre los que destacaba el dibujo azul de un águila bicéfala de Carlos V. Allí había de todo: ojos de cangrejo, dientes de jabalí, corteza de árbol, terra sigillata, frascos con aceite y resina de diversa clase, víboras conservadas para la utilización de su veneno en algún remedio curativo… Los cajones, en la parte baja de los anaqueles, eran destinados a guardar productos de origen vegetal. D. Ximeno nos hizo pasar por la rebotica hasta algún antiguo laboratorio. Estaba preparando uno de sus jarabes. Nos pidió que dejáramos los recipientes sobre la mesa. Me interesé por sus farmacopeas y por un ejemplar del Regimen Sanitatis. Entablamos una breve conversación sobre plantas medicinales que le dejó un tanto sorprendido. Sí, mi único pariente con vida era un monje de Silos, gracias a quien recibí esmerada educación. Sin embargo, en mis viajes aprendí más sobre lo humano y lo divino que todo lo que había leído en los libros. Naturalmente, pensaba que algún día encontraría un lugar donde establecerme, pero eso era algo que aún no me plateaba en serio.
Acompañé a Cleofé a su casa, ya que me había pedido que le afilase algunos de sus utensilios. A cambio me preparó una deliciosa ensalada y un suculento guiso de conejo. Estuvimos charlando largo rato. Me sentía tan a gusto que el resto del mundo, mi pasado e incluso mi dolor de cabeza parecían no haber existido nunca. De cualquier modo, llevaba largo rato flotando en otra dimensión. Incluso olvidé llevarme la manzanilla de D. Ximeno. Así que cuando la muchacha me comentó que tal vez me diesen trabajo en la herrería me pareció que sería una buena idea.
Durante dos meses ayudé a los Cerezo en la fabricación de diversas herramientas y di largos paseos con Cleofé. Me encantaba contemplarla, cuando modelaba figuritas de barro, jarrones, botijos, cántaros… Paseábamos juntos siempre que podíamos. A veces contemplábamos el atardecer desde el Castillo. Creo que desperté los celos de sus admiradores. Sin embargo, había una cosa que me preocupaba. Aquella pesadilla con la que amanecía mi primer día en Peñaranda se repetía cada noche.
Una tarde después del trabajo paseábamos por delante de la fachada del Palacio. La puerta estaba abierta, así que cogí de la mano a la muchacha y nos colamos dentro. Querría sorprenderla. Llegamos al salón principal. Me senté y me puse a tocar lo mejor que sabía. Cleofé comenzó a bailar dando vueltas y más vueltas. La habitación se iluminó repentinamente. Las paredes aparecían revestidas de magníficos tapices y el suelo estaba cubierto por ricas alfombras. Había algunos relojes importados cuyos diseños era tan solo comparable a los que guardaba mi jefe. Los cuadros parecían cobrar movimiento. De pronto oímos voces. Sugerí que, tal vez, no sería mala idea que nos escondiésemos en la tribuna de los músicos. Estábamos tan cerca el uno del otro que podía sentir su respiración. No pude ni quise evitarlo así que la besé. Busqué su abrazo cálido. Podía sentir el contacto de su pecho turgente en el mío. Ansiaba poseerla. Ella se apartó despacio. Nos quedamos mirándonos en silencio. Era irónico. Mi forma de vida había estado durante años tan a la deriva como aquel Palacio que ni siquiera Hércules, protector del edificio, había podido salvar del desastre. Me di cuenta de que sin buscarlo había encontrado algo que me llenaba.
El camino de regreso lo hicimos en silencio. Me habían dejado una pequeña habitación en la herrería de modo provisional, aunque la hubiera acompañado a su casa, igualmente, sino hubiésemos ido en la misma dirección. Tenía miedo de perderla después del incidente. Creí que no querría volver a verme y el hecho de imaginarme sin su compañía me asustaba. Estaba enamorado. Le pedí perdón por mi comportamiento y me besó en la mejilla. “Hasta mañana Misael”, -dijo. Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Cinco semanas después nos habíamos casado. No sé si fue o no precipitado, porque nunca me he arrepentido.
Todos los días sacábamos un momento para visitar a los enfermos del Hospital de la Piedad. Muchos de ellos, no tenía a nadie que se preocupase de ir a verlos. Mi mujer y yo sabíamos lo que era la soledad. Joaquín era uno de los asilados. Nos hicimos grandes amigos, aunque nunca me habló de su familia. Charlábamos sobre lo que se terciará: política, religión, arte… Nada personal. Un libro de historia fue uno de sus regalos. No recuerdo muy bien cuál era su título. Su autor era un tal Amador de los Ríos. Fue aquí cuando ocurrió.
Escribiría una carta a aquel historiador describiéndole el desolador estado en el que se encontraba una de las maravillas de nuestra arquitectura. Después de unos meses el hombre apareció por el pueblo. Llevaría su tiempo, pero el Palacio volvería a la vida. Por cierto, nunca más volví a tener pesadillas. 
 [Eva M. Miranda Herrero]


















































































































































































































































































Comentarios

  1. Original y onírica recreación narrativa localizada en el bello municipio de Peñaranda de Duero, que , no en vano, ha sido declarado recientemente como "el pueblo más bonito de Castilla y León".
    Una romántica historia de amor desarrollada en diversos lugares de esta hermosa Villa en la que los protagonistas transitan por los parajes más emblemáticos: Palacio de los Avellaneda, Colegiata de Sta. Ana, Botica de D. Ximeno, Hospital de Nuestra Señora de la Piedad.
    Merecido el premio en el Certamen Literario referido porque, sin duda alguna, el jurado habrá disfrutado al ver cómo se van engarzando todas las piezas narrativas.

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  2. Gracias. Aunque, me temo que si lo hubiese tenido que escribir ahora, hubiese sido de otra forma

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