LAS EDADES DE LOS LIBROS

 

Recuerdo los largos pasillos, las grandes y elevadas estanterías pobladas de libros, de enciclopedias por descubrir. Allí podía perderme feliz y risueño en el tranquilo sonido de las hojas leves acariciadas por las huellas de unas manos que no eran mías. El silencio me confortaba. Me invitaba a seguir la senda de las signaturas, de los tejuelos, y sobre todo de las cristaleras que albergaban bajo llave tanto obras antiguas como recientes imitaciones de alguna edición facsímil, valiosa a los ojos de los coleccionistas de discarios medievales.

Era sin duda la biblioteca pública un lugar creado a la medida de mi afán juvenil e insaciable de conocimientos, a mi natural curiosidad por historias antiquísimas y por el descubrimiento de las sensaciones que un bello poema pudiera proporcionarme. Me gustaban también las obras dialogadas e incluso los largos monólogos de las lecturas teatrales que, para algunos, resultaban infumables fuera de un escenario.

  Mi interés por las ficciones literarias fue en un principio fruto de la escucha atenta de aquellos cuentos infantiles que me contara mi abuela en mi primera niñez. Me encantaba sentarme allí en la cocina, aunque siempre a cierta distancia prudencial del viejo fogón tan traído y llevado en cuentos populares, como los que oía. Mi imaginación se desarrolló en la avidez de una voz antigua que me trasportaba a lugar misterioso y desconocido en cada palabra.

A veces, tenía la extraña sensación de estar inmerso en un sueño del que no podía ni deseaba escapar. Cada narración era un hechizo que me atrapaba totalmente. Podía estar así durante horas. Años más tarde seguía disfrutando igual de aquellas historias a las que podía añadir otras que leía por mi mismo en los libros que me regalaban, prestaban o, incluso, yo mismo, compraba en los puestos ambulantes de las ferias. Hojear un libro, sentir su leve contacto, dejarme llevar por la magia de una historia era un juego que no deseaba abandonar ni tan siquiera por las noches. Los temas, las tramas, los personajes cambiaban, evolucionaban conmigo, al igual que mis gustos y mis emociones, pero siempre había allí un libro amigo a quien aferrarse, de quien aprender, con quien soñar.

Una vez me regalaron una de esas ediciones de tapas duras del Principito, lo había leído con siete años. Una historia que había pasado sin pena ni gloria por mis manos, pero como llevado por una nueva curiosidad decidí releerlo: ya no era el simple cuento de un niño que no quiso crecer, era todo un símbolo que me recordaba quien era, pues a mis catorce años me sentía como una especie de marciano caído en la soledad de este loco planeta. A los veinte años se convirtió en una fábula sobre la amistad y el amor a los demás, a los treinta en un clásico. Ahora es un libro para regalar con cariño a otros niños de siete años con la esperanza de que quieran abrirlo, de que puedan entender la necesidad de los sueños y el valor de las palabras tan capaces de crear nuevos mundos para cambiar este. La lectura empezó como un juego, después fue una necesidad. Confieso, tal vez, que en algún momento los azares de la vida me llevaron por muy diferentes caminos, pero en todos ellos había una obra literaria a la que acudir, una nueva percepción de la realidad que se abría ante mis ojos como si en los libros estuviese escrito un destino: el mío.







[ Eva M. Miranda Herrero, Centro histórico, 2008]

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